lunes, marzo 23, 2009

Qué error. Qué grand erreur.


Nadie está de acuerdo conmigo. A cualquiera que se lo digo, independientemente de su tendencia política, le parece una barbaridad. Y no lo es. De hecho, cada vez estoy más convencido de que ganar la Guerra de la Inependencia a los franceses fue un inmenso error. No debériamos habernos independizado de los franceses. España francesa. Ah, la de problemas que nos hubiésemos ahorrado y la de beneficios que hubiéramos ganado.

Si los franceses se hubieran quedado aquí, para empezar, habríamos dejado la Educación en manos del Estado (francés), en lugar de que continuara en manos de la Iglesia (como ha sucedido hasta hace bien poco). Tal vez así, no seríamos ese intratable pueblo de cabreros que aún seguimos siendo. Cabreros con un Audi en la puerta, pero cabreros.

Y a partir de ahí, todo lo demás: el Código Civil se habría promulgado y aplicado 70 años antes de lo que se hizo, no nos hubiéramos quedado fuera de la escena internacional tras el Congreso de Viena, etc. En fin, que España sería parte de Francia, un país civilizado.

Pero lo que más me gusta de esta idea es que formaríamos parte de una estado verdaderamente (¡desacomplejadamente!) centralista. Con lo que, además, nos cargamos a los nazionalistas y a los madrileñistas. Por eso la idea molesta tanto a unos y a otros: los catalanistas, por ejemplo, se tendrían que pelear con París. Bueno, de hecho, no existirían los catalanistas (y, si me apuran, el catalán). Y no existirían porque habría un Estado centralista que colmaría razonablemente las necesidades de sus súbditos. ¿Que España es un país centralista? Id a Francia y sabréis qué es un páis centralista.

Como digo, ser Francia también nos ahorraría el madrileñismo, que es tan insoportable y dañino como el nazionalismo.

La oposición a mi idea es transversal: independentistas y españolistas, izquierdosos y derechosos, catalanes y andaluces. Por un motivo u otro, nadie quiere ser Francia (curiosamente, todos los opositores a mi propuesta comparten como motivo un odio irracional -atávico- a los franceses). En fin, pobres ellos (¡mamelucos!): cuando mi idea pase a ser un plan y éste se cumpla, pasarán por la guillotina. Mientras ruedan sus cabezas, yo me zamparé un entrecot.


Los cabreros y su audi: hagan clic en la foto.

viernes, marzo 13, 2009

Vía negativa



En uno de los estupendos relatos de “Anochecer”, James Salter (del que previamente leí “La última noche”, vía Montano) nos ofrece una afilada descripción de tres tipos de escritores que, salvando las distancias, podemos encontrar perfectamente en nuestros pagos. Conviene advertir que se trata de una descripción poco piadosa. Transcribo lo que dice Salter y que cada uno ponga nombres en el casillero correspondiente:

“Existe un tipo de escritor menor al que uno encuentra en una sala de biblioteca firmando ejemplares de su novela. El dedo índice tiene color de té, la sonrisa llena de dientes en mal estado. Sin embargo entiende de literatura. Sus pobres huesos se han formado con ella. Conoce lo que se ha escrito y dónde lo escribieron los autores. Sus opiniones son frías pero certeras. Son puras, como mínimo tienen eso.
Él es desconocido, aunque no carece de algunos admiradores. La verdad es que son como el matrimonio, aburridos, pero, ¿qué más hay? Su vida está en sus diarios. En ellos, en algún sitio, hay esta frase de un astrólogo: “Tus compañeros naturales son las mujeres”. De vez en cuando, quizá. No más. Su cabello es escaso. La indumentaria ya está algo pasada de moda. Sin embargo, es consciente de que existe una gloria que al final cae sobre ciertas figuras a las que apenas se prestó atención en su época, que las roza en la oscuridad y recrea sus vidas.

Hay escritores como P, que viven en una suite lujosa y calzan zapatos ingleses, que avanzan por la calle envueltos en una aureola deslumbrante y la gente parece cederles el paso, abrirles un túnel semejante al ojo de un huracán.
–He oído comentar que has hecho una fortuna con tu último libro.
–¿Qué? No les hagas caso –te dicen, a pesar de que todo el mundo sabe la verdad.
De cerca ves que los zapatos están hechos a mano. El dueño ostenta una abundante mata de pelo. Su rostro es enérgico, y su frente, y su larga nariz. El suyo es un rostro doloroso, duro como una piedra. En quien le ha interpelado reconoce a alguien que ha publicado varios relatos. Sólo dispone de un momento para hablar con él.
–El dinero no significa nada –le dice-. Basta con mirarme. No puedo siquiera permitirme un corte de pelo decente.
Habla en serio. No sonríe. Cuando regresó de Londres y le pidieron que respaldara la novela de un joven conocido suyo, contestó: “Dejadle que lo haga tal como lo hice yo. Por sí solo”.
–Todos persiguen algo –añadió.

Luego están los viejos escritores que deben su encumbramiento a la revista New Yorker y se mueven en círculos adinerados, como W, que fue famoso a los veinte años. Algunos críticos consideran ahora que su obra es superficial, carente de originalidad. Había sido amigo del escritor más importante de nuestra época, un escritor que había inspirado a innumerables imitadores. Aunque quizá fuera preferible decir que fue uno de los más grandes: no todo el mundo está de acuerdo en este aspecto, y no quiero entrar en polémicas. Más adelante, los dos se habían enemistado, pero a W no le gustaba explicar por qué.
Su primer relato, ampliamente difundido –todo el mundo lo conoce–, le había proporcionado al menos cincuenta mujeres con el paso de los años, según el mismo declaró. Su mujer estaba enterada de eso, pero al final también rompió con ella. No era un hombre que conservara su atractivo. Unas pequeñas venitas habían empezado a asomar en sus mejillas. Los ojos se volvieron rojizos e insultaba a la gente, incluso a los camareros en los restaurantes. Sin embargo, se decía que en su juventud había sido muy generoso, muy valiente… Que luchaba contra la injusticia. Había entregado dinero al bando republicano en España".